lunes, 17 de noviembre de 2025

 Ya no creo.

Ni en los “estaré siempre contigo”,
ni en los “te amo”,
ni en esos “te quiero” pronunciados como si la boca no supiera el peso que cargan.
Ya no creo,
porque aprendí —a fuerza de heridas—
que las palabras a veces son hermosas envolturas
para promesas que nunca llegan a cumplirse.
Descubrí que hay frases que nacen solo para endulzar el momento,
para iluminar un instante,
para darnos un respiro en medio de la soledad,
pero que no tienen raíces,
no tienen sustancia,
no tienen la intención real de permanecer.
Son flores cortadas:
bellas, intensas,
pero destinadas a morir pronto.
Ya no creo…
porque en algún punto entendí que lo que más duele
no es que te mientan,
sino que tú hayas construido una vida entera
sobre palabras que jamás fueron hogar.
Que hayas creído tan profundamente
en alguien que apenas sabía sostener su propio corazón.
Las mentiras del amor son sofisticadas:
llegan disfrazadas de eternidad,
te acarician,
te elevan,
te dan esa sensación absurda y adictiva
de que por fin encontraste tu sitio,
y luego, de golpe, te dejan caer
desde una altura que no pediste.
Porque sí…
cuando las pronuncian los labios correctos
esas mentiras se vuelven droga:
te aceleran el alma como una arritmia maldita,
te quitan la razón,
te vuelven obsesivo,
hambriento de presencia,
sediento de contacto,
de caricias,
de una promesa más,
de una mentira más,
con tal de no sentir el vacío.
Crueles y benditas mentiras…
las mismas que los poetas llaman amor,
quizá porque prefieren embellecer la tragedia
antes que admitir lo que todos sabemos:
que amar duele,
y que no siempre duele bonito.
Ya no creo.
Lo repito como quien repite un mantra,
como quien intenta convencerse
de que ahora es más fuerte,
más sabio,
más cauteloso.
Pero la verdad es otra:
uno no deja de creer porque quiere,
sino porque lo rompieron.
Y aun así,
qué ironía tan humana,
tan frágil,
tan nuestra…
Que si tú vinieras,
si solo te acercaras
y me regalaras esa sonrisa que conozco de memoria,
esa que siempre supo desmontarme las defensas,
probablemente haría lo mismo de siempre:
cerrar los ojos,
mentirme un poquito,
y fingir que te creo cuando digas “te quiero”.
Porque aunque mi boca diga que no,
mi corazón susurra otra cosa:
que me gustaría creer de nuevo,
que ojalá existiera un “para siempre” que no caducara,
que ojalá una palabra bastara para curar lo que rompió otra palabra.
Que ojalá esta incredulidad no fuera escudo,
sino pausa.
No final,
sino descanso.
Sonará triste,
melancólico,
casi inútil…
pero lo confieso:
Ya no creo.
Pero extraño creer.
Extraño la inocencia de confiar,
la paz de entregarse sin miedo,
la torpeza dulce de quien no teme amar.
Y aunque me duela admitirlo,
si tú aparecieras otra vez en mi horizonte,
quizá, solo quizá,
yo también reaparecería en el mundo
de los que aún creen
en las mentiras hermosas
que un día llamamos amor.

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